domingo, 21 de febrero de 2016

Caracas, 22 de febrero de 2016

Da igual si los dragones existen o no cuando tiene 4 años y cada luz que avizoras en las noches, cada sonido fuerte que proviene de la calle te hacen pensar que acecha el peligro de sus llamas. Da igual, porque cuando tienes miedo, los dragones se “escapan de tu cabeza” (así los hayas logrado “atrapar” en ella, por un rato). Y es que da igual, porque cuando ese dragón representa al asesino que irrumpió de manera súbita en el cumpleaños de un amiguito, pues el dragón es ladrón, el rugido son los disparos y las llamas pueden ser el humo que suelta la pólvora. Es que en realidad, cuando tienes 4/5 años vives en un mundo de superhéroes, princesas y otros personajes de fantasía, que no merece ser ensuciado por una realidad cruel, violenta.

Ya ha pasado un mes desde que una ansiada y planificada celebración de 5 años se vio interrumpida súbitamente por un sicariato a plena luz del día. Un lugar público, resguardado, pero no lo suficiente como para aislarnos de la brutal violencia que nos persigue cada día. No hubo piñata, no se soplaron las velas: Hubo un muerto.

No hay manera de explicar algo así a un niño de 5 años. No existen palabras para describir el miedo, la rabia, la indignación de tener que explicarle a tu hijo que su fiesta no pudo terminar porque ocurrió algo terrible (que por fortuna, los niños no lograron percibir o ver  las dimensiones del horror que vivieron) Fuegos artificiales, tuberías rotas… Otros hablaron de un ladrón que le robo la cartera a una señora. Solo dos vieron al muerto. Sin embargo, entre ellos, en colectivo construyeron una narrativa acerca de lo que pasó y lo que más lamentaban era la fiesta truncada de su amiguito. Que no hubo juguetes, caramelos, ni cotillón. 

Y es que en esta Venezuela de hoy se nos acabó la fiesta hace tanto, que ya ni la recordamos. El futuro es una palabra prestada, que se rompió en algún momento y con la que nos peleamos día a día para construir algo bonito en el presente. Este episodio nos rompió a todos algo por dentro, así como a todos aquellos que de alguna u otra manera los confronta esta violencia desenfrenada en algún momento. Pesadillas, juegos traumáticos, relatos repetitivos del evento, ansiedad de separación fueron algunas de las consecuencias que se generaron en nuestros niños. Se activaron angustias de muerte, no querían salir, ni que sus padres salieran: “Esta ciudad es peligrosa mami, yo ya no quiero salir más”

Pero ya pasó un mes y hubo que cerrar la fiesta. Tumbar la piñata, soplar las velitas, finalmente, mostrar que después de un largo proceso de reparación psíquica podemos resignificar la realidad y transformarla en algo posible, en esa palabra tan bonita que se llama esperanza. Vinieron los amigos, jugaron, saltaron, construyeron universos posibles en su imaginación. Entre tanto las familias pudimos acompañarnos conversando, bromeando, viendo a nuestros pequeños ser felices.  Y es que lo único rescatable de este horror son los vínculos, que nos salvan, que nos permiten acobijarnos y ver lugares posibles aunque todo se vea desolado.

Cantamos cumpleaños, soplamos las velitas, todos tranquilos, felices.

La fiesta terminó.