jueves, 10 de septiembre de 2015

Amarillo

Caracas, 9 de septiembre de 2015


Sin lobo no hay cuento
La posición neutral, “nini”, “del medio” siempre ha sido un enigma para mí. Quizás porque soy de las que piensa que cuando hay situaciones de abuso de poder, ser neutral es una forma de suscribir de forma silente el exceso que se comete. En nuestro país, generalmente se ha empleado el término para señalar a aquellas personas que no se identifican con ninguno de los bandos partidistas que de manera polarizada se han establecido: El oficialismo y la oposición.

En algunas familias que he tenido la oportunidad de atender, este tipo de postura suele ser adoptada por algunos miembros, para proteger los vínculos afectivos del efecto lacerante que genera la polarización. Sin embargo, para los niños y niñas que conozco esta posición les resulta incomprensible y ni siquiera se la plantean. Sin importar la simpatía partidista que profesen, sus opiniones suelen ser claras y coherentes con aquello que piensan. Es posible que esto forme parte de los efectos que causa vivir en un país donde la dicotomía está la orden del día y las categorías partidistas forman parte del modo en que comprenden las relaciones y la elección de sus amistades. Por más lamentable que parezca, esta es una de los dilemas ético-políticos por los que deben atravesar los niños/as que habitan en sociedades donde impera un discurso polarizado, como el que desde hace muchos años padecemos en Venezuela.

Sin embargo, haciendo una revisión de mi experiencia clínica, recordé la experiencia grupal (p.173) que tuve con un grupo de niños de 5to grado de un colegio del oeste de Caracas en el año 2005. En esa experiencia se buscaba estudiar el impacto de las situaciones de polarización política en los niños. A través de una historia extraída de un libro albúm (los niños no quieren la guerra) se les invitaba a formar parte de un juego que estimulaba la adopción de posturas polarizadas. Debían dividirse en dos bandos (rojo o azul) y en función de eso jugar a librar la guerra que proponían los reyes del cuento.  Los grupos se dividieron casi naturalmente: Las niñas se aliaron con la reina roja (yo) y los niños con el rey azúl (mi compañero) Cuando ya casi todo estaba decidido, un niño de manera determinada nos expresó su decisión de pertenecer a otro reino. Todos los presentes nos quedamos un poco desconcertados y exploramos con detalle a qué se refería, y sin muchas vueltas nos dijo: -Yo soy del reino amarillo, sino no juego.

En ese momento, nos pareció fascinante su determinación y divergencia ante la dicotomía y años después la valoro y entiendo más. Gabriel, era un niño con sobrepeso, solitario, de muy pocos amigos, persistentemente era receptor de las burlas de sus compañeros. Quizás por esto, estar solo le resultaba una mejor idea. Pero por otro lado, era un niño agudo, profundamente crítico que continuamente le reflejaba al grupo la “estupidez” de seguir una guerra que habían creado unos gobernantes y que no tenía ningún sentido para ellos. Recuerdo que planteaba que la amistad que ellos tenían, valía más que ese juego y que lo que estábamos proponiendo desde la “autoridad” Su postura crítica hizo tambalear las convicciones de muchos niños, que en su momento le solicitaron formar parte de su reino. Resultó ser un líder carismático, pausado, que ofrecía comodidades y seguridad a sus nuevos seguidores. Esta postura le ofreció un nuevo lugar en su salón, sus compañeros comenzaron a reconocer cualidades que no habían visto. El amarillo surgió como una opción honesta, cuestionando el poder y se erigió como una opción despolarizadora del grupo.

 Hasta el día de hoy esa es la única postura “neutral”  que ha logrado convencerme, que me ha llevado a repensar el rol de los espectadores dentro de las dinámicas de violencia y de la posición que cada quien decide asumir en un momento dado. Su voz fue la de un espectador activo (upstander) que decidió romper con la dinámica de desigualdad de poder propuesta y, de manera respetuosa, introdujo una opción cuestionadora que diera paso a la disidencia.

Lo veo desde la distancia que da el tiempo, en mi memoria. No supe más de él, de ellos.

Ojala que ese amarillo le haga brillar siempre.


miércoles, 2 de septiembre de 2015

Algunas voces no hablan

Caracas, 20 de agosto de 2015

Caperucita Roja
Se llama Lucio y tiene 8 años, formaba parte de un pequeño grupo de niños a quienes tuve el gusto de dar una charla de acoso escolar.  Su familia vive en algún sector cercano a El Valle (sector popular de Caracas) y mostraba un interés inusitado en escuchar y conversar acerca del tema. Cuando pregunté acerca del motivo de mi visita, los niños respondieron que venía a hablarles de la violencia en el colegio, de cómo les pegaban y trataban mal en la escuela; quizás lo que no estaba dentro de mi “libreto” era descubrir que quienes más tenían que contar aquella tarde eran ellos.

No es novedad que los fenómenos psicológicos son experimentados de manera diferente según la historia personal, social y familiar de quien los vive, pero en este caso queda muy claro que, el acoso escolar que padecen los niños y adolescentes que hacen vida en los sectores populares, adquiere peculiaridades muy diferentes  al que padecen aquellos que se encuentran en sectores un poco más protegidos de la violencia urbana. Lucio con su ritmo pausado, me explicaba que en su escuela él no podía defenderse de los agresores, que debía buscar la compañía de adultos para evitar que los insultos no pasaran a golpes, cuchilladas o disparos. “A veces los maestros no saben, pero yo me quedo allí, al lado de ellos, porque a los malos les da más miedo joderme si yo estoy con un maestro”

Mari, de 9 años, contaba que en su escuela se pusieron de acuerdo varias niñas para denunciar, en secreto a otra niña que había llevado una botella partida para matar a otra: “La maestra y la directora le revisaron el bolso y le encontraron la botella. Por lo menos se salvó de esa” Las anécdotas de estos niños evocaron los recuerdos de sus compañeros, acerca de muertes violentas que han padecido o presenciado. Lucio explicó que vio cuando a su tío le dispararon en la cabeza y cayó ensangrentado en la puerta de su casa; los demás decidieron desviar la conversación hacia temas relacionados con atracos, con armas de fuego de los que habían sido víctimas, ellos o sus familiares.

Todos manifestaban miedo por escuchar disparos o “tiros” alrededor de sus casas y expresaban su deseo de “asomarse” a las ventanas para  enterarse de lo que ocurría. Si bien reconocían el riesgo de su deseo y comprendían la prohibición de sus madres o representantes, sentían que su inquietud por conocer la realidad, por satisfacer su “curiosidad”, era mayor que la percepción de riesgo: “Somos niños, nos da curiosidad”

La muerte está de la mano, se la topan en la puerta de su casa y toma el nombre de su tío, su hermano y en casos más dramáticos de sus padres. Conocen y reconocen armas de fuego: Tipos, características, proyectiles; la violencia no es algo que los puede alcanzar: Los alcanzó y hace tiempo.

Y a pesar de eso encuentran refugios que los rescatan de la naturalización de la miseria y encuentran cuestionamientos éticos que los invitan elegir la esperanza y la vida por encima de la muerte. En el cierre de la sesión Lucio expone que la violencia no es la solución, que jamás le gustaría matar a alguien “mi papá es policía y solo quiere estar en oficina. Dice que el día que lo saquen a la calle, él se retira de su trabajo… En la calle tiene que disparar para defenderse, él dice que cuando se mata a alguien todo cambia, hay algo que te destruye la vida”

Una conversación que comenzó con un tema micro, se convirtió en macro. El tema de la violencia urbana o la “inseguridad”, como la llamamos coloquialmente, arropa todas las dimensiones de las vidas de las familias y de las historias personales de los niños y adolescentes que las conforman. Son realidades que ni siquiera vale la pena hacer el esfuerzo de esconder, hablan por sí mismas: Se desbordan y desbordan la psique de nuestros niños.

Bader Sawaia (2002) psicóloga social brasilera, desarrolla un concepto de salud que supone mucho más que la ausencia de enfermedad física y pone de relieve el rol del estado para cubrir las necesidades de los ciudadanos y el compromiso de la colectividad para reducir el sufrimiento. Hay competencias del estado que no pueden ser solucionadas por las personas, sino a través de políticas públicas que son responsabilidad de los gobiernos.

El caso de la inseguridad es elocuente, las repercusiones traumáticas que está dejando en la sociedad son incuantificables y con consecuencias que ya estamos observando. Tal como expresa esta autora en dos principios básicos para considerar la salud desde una perspectiva ético-política (Sawaia, 2002 cp. Montero, 2012) :

1. “Vivir no es solo sobrevivir”, pues las personas al lado del techo y el alimento necesitan la libertad, la felicidad, la creatividad y el disfrute de la belleza. 

2. La transformación social no se reduce a derrocar un tirano. Requiere acciones diferentes, mas dirigidas a combatir las relaciones de servidumbre.

El bienestar psicológico parte de establecer relaciones sanas, proactivas, basadas en la cooperación y en condiciones igualitarias de poder. La violencia es contraria a las premisas necesarias para el desarrollo de niños y adolescentes sanos. Si bien las familias y escuelas son elementos que pueden constituir factores protectores y amortiguadores de los efectos de la violencia, hay un gran monto que es responsabilidad de un sistema macro que ha sido incapaz de ofrecer un ambiente de seguridad (de todo tipo) a sus ciudadanos.

Lucio, Mari y los otros niños son víctimas a su vez de una violencia más grande: La pobreza, que es una forma de exclusión psicosocial. Darles voz es una forma de incluirlos dentro de un discurso generador de memoria y significados colectivos, que suelen estar armados por quienes tienen los altavoces del poder. Ellos con sus voces transformaron el abordaje que he venido haciendo del fenómeno de la violencia escolar, sus voces le han dado forma a nuevas maneras de construir una realidad silente. Silente no por estar oculta, sino por no ser mirada (o por no querer ser vista)


Yo fui a hablar de violencia… Y eso hicieron.