Cali, 3 de julio de 2016
Mami (me dice mi hija de 9 años) ayer
me conecté por Instagram con mi amiga Laura, tenía muchos días sin hablar con
ella. Por ser amable le pregunté cómo estaban las cosas por Venezuela y de
verdad que siento que no he debido preguntarle eso. Ella me contestó: Estamos
pasando hambre.
Por suerte ni mis hijos, ni los
hijos de mi familia, ni de mis amigos han conocido ni de cerca la sensación de
“HAMBRE” Todos los adultos siempre hicimos lo necesario por garantizar: Sus
pancitas llenas, su estado de satisfacción alimenticia. Hacíamos lo posible
para verlos nutridos. Ni siquiera durante los últimos meses en Venezuela
registraron la necesidad de hablar del tema. Es posible que se colaran en sus
conversaciones temas relacionados con la escasez de harina pan, de productos de
primera necesidad. Pero esto se colaba como parte del registro que hacían de la
angustia de sus padres, quienes ya comenzaban a sentir el rigor de la falta de
alimentos en sus vidas.
Sin duda esto ha sido progresivo,
poco a poco se fue “entrenando” a los
niños a pedir solo la comida necesaria. Los productos de primera necesidad que
podían ser utilizados de manera libre, sin restricciones, se comenzaron a
convertir en “provisiones” que se debían racionar: Solo un vaso de leche diaria
por niño, media taza de arroz por persona, un huevo semanal por persona (con
suerte) Ya hay registros que evidencian que las loncheras escolares podían
llegar con un pedacito de yuca o una cucharada de arroz
La tristeza de mi hija no solo la
comparto, la suscribo, siento un dolor profundo cuando cada vez quedan más en
evidencia las carencias que padecen las personas que hacen vida en mí país. Nunca se
está demasiado lejos para desconectarse de las calamidades que viven nuestros
seres queridos. No existe mecanismo disociativo posible que permita sostener
una desconexión absoluta de tu realidad, porque así te vayas para Tailandia,
las noticias llegan, la información llega y el dolor no lo logra disipar ni el tiempo
ni la distancia. Muchos venezolanos que viven fuera reportan la sensación de “culpa”
al poder acceder a condiciones mejores a las que sus seres amados en Venezuela
pueden hacerlo. Me da dolor que mi hija a su edad,
tenga que experimentar esa sensación tan pesada que los adultos que migramos de
Venezuela experimentamos. No dudo que los expatriados o refugiados que escapan
de situaciones de guerra sientan lo mismo. Sin embargo, el caso venezolano es
extraño porque no hay guerra declarada, pero en la práctica es lo mismo.
Uno se va pero el dolor se queda,
las huellas y preocupaciones siguen allí, esperando justicia. Que algún día (esperemos
que cercano) los responsables puedan pagar por sus culpas y los inocentes
tengan la oportunidad de tener una vida bonita. O que por lo menos, tengan la
posibilidad de acceder a lo BÁSICO (alimentos, medicinas, vivienda), y de
resto, la felicidad sea algo que dependa de una elección y no de la imposición
de tener o no tener algo que por derecho ya deberían tener.
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