Cali, 12 de junio de 2016
Si algo aprendí de vivir durante
todo este tiempo en Venezuela es que la gente sigue su vida a pesar de la “locura”
cotidiana. En el transcurso de dos años los venezolanos vivimos cualquier
cantidad de situaciones complicadas: Guarimbas, asaltos colectivos, sicariatos
en plena vía pública, cortes sistemáticos de luz y agua, colas cada vez más
largas para adquirir alimentos, saqueos, suspensión de actividades escolares lo
viernes por “racionamiento” de luz. Seguramente se me saltan algunos horrores,
pero entiendo que para quien ha vivido en ese lugar no le resulta novedoso nada
de lo que estoy exponiendo aquí.
Siguiendo con la idea, vivir en
Venezuela supone una resistencia física y emocional muy intensa por parte de
cada uno de sus ciudadanos. Y con todo, todos los días las personas salen a la
calle, con la incertidumbre de lo que puede ocurrir, con miedo a ser agredido
de cualquiera de los modos antes mencionados. Porque la violencia en Venezuela
es así, azarosa y sistemática, te aborda por todos lados: Uno nunca se salva de
ser atacado. Y aún así, de manera sorprendente y maravillosa las familias
siguen construyendo su vida a diario, salen a trabajar, llevan sus niños al
colegio, tratan de regresar a su casa y resolver sus tareas cotidianas que van
más allá del horror cotidiano.
Es así, como el concepto de
resiliencia acompaña cada paso que duramente hemos dado a lo largo de estos
años. Dentro de la angustia que genera los avatares a los que nos someten las
malas políticas gubernamentales, las personas intentan optimizar su
funcionamiento individual y familiar. En el caso de las familias con hijos,
resulta sorprendente el modo en que se han reagrupado según los intereses de
los pequeños y generan espacios de recreación y sosiego como un modo de
ofrecerles espacios “sanos” de crecimiento.
Las redes de apoyo se han
fortalecido de forma indescriptible. Ya no solamente es la familia cercana, ni
la extendida. Ahora son los vecinos, familias de los colegios de nuestros
hijos, personas que se conocen en las colas, en lugares públicos. Y a través de
chats. Estos chats de Whats App donde participan personas diversas y muchas
veces que jamás se han visto las caras. Son empleados como un modo de apoyarse
en la búsqueda de alimentos y medicinas, pero también para facilitar
información relevante con respecto a la seguridad y en muchos casos,
simplemente, para ser un desahogo entre tanta tensión que se vive a diario.
Dudo mucho que los creadores de
Whats App se hubiesen imaginado que esta herramienta podría ser tan útil para
la sobrevivencia de las personas en un país hundido. Estos chats han sido
formas de organización maravillosa en tiempos donde las personas necesitarían
meses enteros para conocer los lugares donde pueden encontrar lo que necesitan.
Peor aún, muchas veces encuentran allí, la información acerca de situaciones urbanas (que se requiere para la seguridad
de las personas) y que el gobierno es incapaz de suministrar por cualquier medio.
El día de hoy me detengo a darle
un aplauso a esas familias que están haciendo todo lo que pueden (y no pueden)
para garantizarles a sus hijos una vida “feliz”, dentro de lo que se puede, en
un país que se cae a pedazos. Y no creo que esto se trate de jugar a la vida es
bella, se trata de comprender muy bien el contexto en que se vive y aprovechar
al máximo los recursos con los que se cuenta.
Algunas otras cosas que he podido
ver en estos tiempos tienen que ver con la capacidad de las madres para
reinventar los menús diarios a pesar de la escasez. Sin engañar a los niños les
explican que hay alimentos que no se consiguen y los invitan a probar nuevas
opciones, esto sin duda resulta un aprendizaje para nuestros pequeños. Otras
generan conversaciones donde traen a colación historias de sus antepasados
donde en momentos de mucha carestía lograron salir adelante, aprovechando cada
pedazo de comida que tenían: Nada se bota.
Aprender de lo difícil, sin
vanagloriarse de las situaciones de terrible necesidad que se están viviendo. A
partir de allí podemos formar ciudadanos capaces de enfrentar tormentas sin
ahogarse. En esa mochila, que uno les deja con herramientas para la vida, podamos
dejarles: un remo, un bote, un paraguas, una pala, un pico y mucha energía para
trabajar y resistir a pesar de que las condiciones sean adversas.
La idea no es crear una burbuja
en medio de la miseria, es hacerles ver que en medio de tanta desolación se
pueden construir mundos posibles con la ayuda de otros, de todos. Esta
situación pasará, de eso estoy segura, pero tenemos el deber de crear memoria
en aquellos que en el futuro les tocará levantar esas ruinas. No apostemos al
olvido, al silencio: El recuerdo es el más poderoso generador de fuerza para
forjar esperanza.